domingo, 1 de junio de 2014

La nave de los locos

Y allí está, meciéndose a la deriva. Es la nave más grande que jamás he visto. Su cascarón luce descuidado, puedo oír crujir rítmicamente los maderos. Pero cuando miro con detenimiento, veo aquí y allá coloridos dibujos, sin orden ni lógica, brillantes manchones que representan hadas y pájaros en vuelo, de dimensiones fuera de toda proporción conocida. Lo más asombroso es la enorme multitud que la puebla, tan dispar en vestido como en actitudes. En la proa veo un hombre oscuro, que ciñe la cintura de una creatura pálida y casi etérea, que baila al compás de una música inexistente. Es tan bello el movimiento, tan gracioso el arco que describen los brazos, que mi mirada se detiene un largo momento. Y luego vuelve al tumulto que circunda y los envuelve en el caos más variado que haya presenciado. Esa anciana de cabellos canos y desgreñados, de manos cargadas de pulseras y andar pausado, lee el futuro de la niña tonta, que tiende la palma con los labios entreabiertos y suelta risas sin sentido ni alegría. A su lado un hombre tan delgado que estremece, mece al niño que llora un llanto cansado pero agudo, como el graznido de las gaviotas que sobrevuelan las velas. Un grupo de mujeres lánguidas y descuidadas, lavan a ritmo lento ropas de niño raídas y descoloridas por ese sol implacable, mientras sus propietarios juegan y resbalan en la popa, sin nadie que los contenga. Las risas se pierden en la algarabía circulante, entre los gemidos de un anciano ciego que reclama haber visto al fin la costa, mientras los lisiados aplauden y celebran a ritmo descarriado. Los hombres gruesos, cubiertos de sudor y alcohol en exceso, recitan poemas olvidados. Los viejos juegan naipes en los rincones, apenas puedo verlos. Y oír sus voces cascadas, de sordos carraspeos y risas desdentadas. Al timón veo un hombre de traje negro ajustado, de lentes gruesos como botellas que descubren unos ojos pequeños y alucinados, mientras recita fórmulas matemáticas complejas con voz sin emoción ni pausa. Una pareja se abraza, se entrelaza como si el único fin de la existencia consistiera en colarse entre los huesos del otro, para encontrarse a salvo, ausentes absolutos del caos reinante. Los niños ríen, masticando alimentos que ruedan sin razón por las maderas, y se agrupan a los pies de los amantes, que más ciegos que el anciano que me ha visto, navegan en su universo. Pero los bailarines también me han visto. Clavan la vista en la arena bajo mis pies descalzos, en las construcciones que brillan tras mi figura inerte. Y luego vuelven a su danza mística, mientras el barco sigue su camino sin ruta ni destino, en un incesante transcurrir bajo un sol infinito. Abro mis labios, pero el sonido no acude. ¿Acaso me oirán? Sacudo los brazos pero ya están lejos. O no. O tal vez siempre estuvieron y soy yo, parada en esta arena hirviente, la que de pronto tuvo la insondable capacidad de verlos. Y ya no.

Karen Seret