viernes, 25 de abril de 2014

La caja de cerillas

Esto fue lo que recibió de regalo: una caja de cerillas. Muy bonita, eso sí, pero, honestamente, ¿para qué la quería él si no fumaba? Debería haber sospechado algo en ese momento, pero pensó que ella se la regalaba por si se iba de excursión a la laguna esa de su pueblo, cuando en realidad lo que le estaba señalando era su laguna cerebral. Él correspondió a su regalo con un reloj antiguo que le hubiera gustado para su futuro hogar conjunto, a él, porque a ella no, eso fue evidente, cuando le dijo que cortaba con él.

- ¡Dame eso! - pidió el señalando el reloj.

- Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita - recibió como respuesta y ahí quedó la cosa, él con su  caja de cerillas y ella con el reloj, su corazón partido y un último recuerdo de él con la boca abierta de ‘pasmao’.

Ahora, después del varapalo, su mayor sueño era deshacerse de la caja de cerillas y ahí estaba él, ofreciéndolas a la menor ocasión. ¿Un cumpleaños? Espera, que enciendo las velas. ¿Que se va la luz? Espera, que tengo la solución hasta que lleguemos a la caja de fusibles. Hasta se puso a incitar a los fumadores. De tanto ofrecer las cerillas el despecho se transformó en juego y, a cada fósforo encendido, más se le iluminaba la sonrisa, sólo de pensar que la dichosa cajita se había convertido, mira por dónde, en su arma más poderosa para olvidarse de ella.

En estas reflexiones estaba cuando la vio, la del tercero, con ese porte elegante con el que bajaba la basura, y mentalmente le lanzó un beso con la esperanza de que simplemente la chica lo sintiera aterrizar en su mejilla.
Mientras cerraba la puerta al entrar en su casa remarcó que había lanzado encima de la cómoda las llaves junto con la dichosa caja estrujada, reducida a un mero papel con vestigios de belleza, desprovista de contenido incendiario, sin vida ni servicio y, por primera vez, se imaginó a su vecina del tercero emergiendo cual sirena en un mar de pasión.

El anciano estaba sentado en el banco, y en estas pensaba, mientras miraba al joven encenderse un cigarrillo con una cerilla sacada de una cajita con intrincados símbolos que bien podría haber pertenecido a algún hotel de Japón. ¡Qué viaje tan largo! reflexionó el anciano. Ahora tiene hambre, se levanta con cuidado apoyado en su garrota y deja en el banco una historia que podría haber llenado dos cuartillas y que ahora sólo el viento mantendrá lo que dure lo efímero.


Eva Revilla



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